Ayer, mientras caminaba por mi propia calle de vuelta a casa, fui testigo de un comportamiento que me enerva especialmente: una mujer corría por mi misma acera y, al pasar cerca de una terraza de un bar, tres hombres, sentados en una mesa, acompañaron la marcha de la chica en cuestión con miradas aviesas y cuchicheos fácilmente interpretables.
No es raro; pasa cada puto día y es completamente asqueroso. A día de hoy, es complicado encontrar a una mujer que no haya sufrido acoso callejero.
Si a todo esto añadimos que, en mi país (España), uno de los blogs más visitados solía colgar vídeos de acoso callejero seguidos de “consejos” para ligar con mujeres a las que trataba de organismos simples con pensamiento único, estamos ya ante el vómito supremo.
Por supuesto, la mayoría de estos individuos ignora o niega la posibilidad del lesbianismo. En mis antiguos periplos por discotecas pude escuchar —en boca de hombres, por supuesto— más de una vez la frase “mira qué guarras esas dos que se besan; nos están provocando”, paradigma del falocentrismo universal. Pero, en fin, vayamos al asunto de la cosificación.
Para empezar, he de decir que yo también cometí alguna vez el error de generalizar y fue, sin lugar a dudas, en esas épocas de existencia inauténtica -citando terminología de Kant- de mi juventud. Es una tentación enorme cosificar a un grupo de personas para eliminar objeciones ante próximas acciones claramente agraviantes o evitar sentir culpa por las ya realizadas.
Sin embargo, cualquier persona ya “hecha”, con la madurez necesaria para responsabilizarse de sus acciones, debería huir de la cosificación. Y es que solo es necesario leer a Clarice Lispector, Alejandra Pizarnik, Virginia Woolf, Hélene Cixous, Louise Michel, Mary Shelley, etc., para darse cuenta de que la subjetividad no se guía, primordialmente, por los niveles de estrógeno o testosterona en sangre. !Qué coño! Es suficiente con tener hermanas o amigas (aunque dudo que este tipo de individuos puedan concebir a las mujeres como algo más que un trofeo o un objeto sexual).
Creo firmemente, y hasta la Genética Conductual me da la razón, que el “carácter” de un ser humano, su subjetividad, se forja principalmente a base de estímulos sociales y experiencias personales. Tener vagina o pene -o no tener nada-, sentir atracción hacia un fenotipo sexual u otro, cambiar tu fenotipo o niveles hormonales… solo va a determinar, desgraciadamente, la presión ejercida por el sistema patriarcal hacia el individuo en cuestión.
Por lo tanto, para los amantes de la libertad —que espero que sean muchos—, mando este mensaje:
Embriagaos de las subjetividades ajenas, de aquellas que merezcan la pena, y nunca enfrentéis la posibilidad de rechazo mediante la guerra preventiva contra un estereotipo creado a medida de vuestras inseguridades. Mucho menos si en dicho estereotipo habéis englobado a la mitad de la población del planeta.