martes, 19 de mayo de 2015

Una escena callejera

Ayer, mientras caminaba por mi propia calle de vuelta a casa, fui testigo de un comportamiento que me enerva especialmente: una mujer corría por mi misma acera y, al pasar cerca de una terraza de un bar, tres hombres, sentados en una mesa, acompañaron la marcha de la chica en cuestión con miradas aviesas y cuchicheos fácilmente interpretables.
No es raro; pasa cada puto día y es completamente asqueroso. A día de hoy, es complicado encontrar a una mujer que no haya sufrido acoso callejero.
Si a todo esto añadimos que, en mi país (España), uno de los blogs más visitados solía colgar vídeos de acoso callejero seguidos de “consejos” para ligar con mujeres a las que trataba de organismos simples con pensamiento único, estamos ya ante el vómito supremo.
Por supuesto, la mayoría de estos individuos ignora o niega la posibilidad del lesbianismo. En mis antiguos periplos por discotecas pude escuchar —en boca de hombres, por supuesto— más de una vez la frase “mira qué guarras esas dos que se besan; nos están provocando”, paradigma del falocentrismo universal. Pero, en fin, vayamos al asunto de la cosificación.
Para empezar, he de decir que yo también cometí alguna vez el error de generalizar y fue, sin lugar a dudas, en esas épocas de existencia inauténtica -citando terminología de Kant- de mi juventud. Es una tentación enorme cosificar a un grupo de personas para eliminar objeciones ante próximas acciones claramente agraviantes o evitar sentir culpa por las ya realizadas.
Sin embargo, cualquier persona ya “hecha”, con la madurez necesaria para responsabilizarse de sus acciones, debería huir de la cosificación. Y es que solo es necesario leer a Clarice Lispector, Alejandra Pizarnik, Virginia Woolf, Hélene Cixous, Louise Michel, Mary Shelley, etc., para darse cuenta de que la subjetividad no se guía, primordialmente, por los niveles de estrógeno o testosterona en sangre. !Qué coño! Es suficiente con tener hermanas o amigas (aunque dudo que este tipo de individuos puedan concebir a las mujeres como algo más que un trofeo o un objeto sexual).
Creo firmemente, y hasta la Genética Conductual me da la razón, que el “carácter” de un ser humano, su subjetividad, se forja principalmente a base de estímulos sociales y experiencias personales. Tener vagina o pene -o no tener nada-, sentir atracción hacia un fenotipo sexual u otro, cambiar tu fenotipo o niveles hormonales… solo va a determinar, desgraciadamente, la presión ejercida por el sistema patriarcal hacia el individuo en cuestión.
Por lo tanto, para los amantes de la libertad —que espero que sean muchos—, mando este mensaje:
Embriagaos de las subjetividades ajenas, de aquellas que merezcan la pena, y nunca enfrentéis la posibilidad de rechazo mediante la guerra preventiva contra un estereotipo creado a medida de vuestras inseguridades. Mucho menos si en dicho estereotipo habéis englobado a la mitad de la población del planeta.

sábado, 11 de abril de 2015

Una historia alternativa al diseño inteligente: Tiranía de los Elementos. Parte I

No quiero entrar en cientificismos ni xenoconspiraciones; así que sin más disculpas previas, por muy necesarias que sean, iré directo al asunto: creo poder formular una teoría  alternativa e igual de plausible a la que los católicos defienden a través del llamado «Diseño Inteligente». Para ello tomaré varios de los argumentos usados comúnmente a su favor y los haré propios en esta reformulación  de la teoría que he denominado como «Tiranía de los Elementos»

La mayoría de los defensores de la teoría del «Diseño Inteligente» —aunque, cabe destacar, que no todos lo hacen— toman a un solo dios como poseedor del impulso generador de fuerza infinita, así como arquitecto supremo de una gran obra divina a la que llamamos «vida».

Mi teoría se basa en la fuerza de varios dioses creadores a los que he denominado «elementos». Estos, como cualquiera de los dioses monoteístas, tienen una pulsión replicadora más que voraz. Podríamos decir que todos ellos tienen como objetivo la anexión del Universo; que el Universo sea propio, que sea su propio cuerpo. Tomando algunas ideas prestada, aunque con cierta distancia, de Spinoza, podríamos decir que Dios, tras expulsar a las tinieblas, al traer la creación al mundo, se convierte en su propia creación. El mundo —él— es una sola creación que se recrea a cada unidad de tiempo. El dios creador es ese gran espejo que se refleja a sí mismo un número infinito de veces. Y nuestros elementos, como manifestaciones de tales deidades son, en sí mismos, también espejos que buscan la réplica infinita que desotrifique el Universo. Así que, para comenzar la teoría, supondremos que nuestros elementos son seres con un valor de vanidad que tiende a infinito.

Son sobradamente conocidos los ciclos por los cuales los elementos — nos referimos aquí al carbono, nitrógeno, hidrógeno...; y en ningún caso a fuego, aire, agua...y pedimos perdón a los presocráticos— tienden a combinarse y liberarse, a caer o escapar de sus sumideros correspondientes. Estos ciclos químicos se producen, con pasos muy diferentes, tanto en nuestro planeta como en otros. Plantearemos como hipótesis una posible disputa entre elementos por la supremacía química: una lucha de dioses a toda escala; con armas de todo tipo: desde combustiones a sublimaciones, puentes de hidrógeno desapareciendo sin compasión alguna...ciertamente, da para un guión de Hollywood.

En resumen, imaginemos, por un momento, cómo sería una cosmogonía semejante a la de Hesíodo en la que los dioses y su influencia son sustituidos por elementos que ventriloquizan el relato mitificador con el igualmente mistérico discurso de la química.


...CONTINUARÁ





miércoles, 8 de abril de 2015

Lista

A veces realizar listas resulta útil. Otras veces es aventar las cenizas del infierno. Hoy relataré una nada modesta relación de cosas que me gustan y me disgustan. Me gustaría que, antes de leerla, toméis la prudente decisión de abrocharos vuestros intestinos de seguridad. Ahí va:

1.— Me gustan los seres que sangran y mueren; y también los corazones que se paran sin más, sin avisar: corazones rebeldes en la Era de la Clarividencia.

2.— No me gusta la muerte de los seres —y separemos ser de estar—, a no ser que dichos seres me disgusten. Pero más me disgusta que los seres que odio se empeñen en escribir miles de veces en una pizarra: No quiero morir. Yo siempre quiero que ellos quieran.

3.— Me gustan los besos. Me gustaría que me besaran todo el día (Rectifico: me gustaría que me besaran no-fumadores, monobesadores y funambulistas de la soledad; aunque también se aceptan fetichistas de las aceras y adictos a 4'33'').

4.— No me gusta el marrón, ni las tiendas de ropa que solo pueden ser llamadas «tiendas de ropa». Tampoco me gustan los libros llenos de letras y fractales de mediocridad.

5.— Me gusta la poesía y la forma que tiene Bach de pronunciar «Dios».

6.— Odio los sobrios museos de prosa petrificada y la desmitificación del ser que aspira a la eternidad.

7.— Adoro las orquídeas y los tomates en descomposición.

8.— Odiaría hacer listas si no fuera porque las hago y porque otros muchos ya han dicho esa frase. Odio la gente que odia porque otros aman.

9. Añado un punto nueve porque no me gusta el ocho.

10.— Todavía no sé si odiarte si has descubierto que al punto anterior le falta el guión que le correspondía.

miércoles, 18 de marzo de 2015

Reflexiones I

     He de reconocer que siento un gran interés por las teorías de la Historia, o lo que se denomina Filosofía de la Historia. No soy ningún Walter Benjamin, pero a veces tiendo a liberar la tan peligrosa curiosidad inherente en todo ser humano.

     Hay muchos autores —sobre todo de siglos pasados— que consideran la historia como un fenómeno cíclico, otros muchos como algo lineal y algunos otros como algo entre cíclico y catastrófico: algo así como épocas de calma relativa que se derrumban al ser sacudidas por algún tipo de desastre; ya sea natural, bélico...

     Aunque hoy he pensando en la Historia del Poder —y lo pongo en mayúsculas porque El Poder así lo querría: todos sabemos que conviene mantener contento a El Poder—, quería referirme, en concreto, a la sucesión de muertes de grandes símbolos de poder en la Historia de la Humanidad. Creo que podríamos ilustrarlo, de forma un tanto patética —y saltándonos la Antigüedad—, en una serie de exclamaciones o alabanzas:

-¡Dios ha muerto, larga vida a El Estado!
-!El Estado ha muerto, larga vida a El Hombre!
-!El Hombre ha muerto, larga vida a Los Mercados!

     Olvidad todo lo que he dicho: Dios solo ha muerto como Dios; pero no como «D», ni como «i», ni como «o», ni como «s». Lo cierto es que tanto Dios, como El Estado, como El Hombre siguen existiendo. Sí, quizás no vivos; pero sus cadáveres son tan vastos que casi tapan toda otra luz que no provenga del recuerdo de sus vetustos relumbrones. Y ahí, en este preciso punto de muerte y putrefacción, es donde entran Los Mercados (ya sabéis por qué uso mayúsculas). Los Mercados se alimentan de la carroña de todos estos poderes anteriores. Se alimentan sobre todo de la carroña del hombre, que es la más deliciosa. “Es hermoso contemplar las ruinas de las ciudades, pero más hermoso es contemplar las ruinas de los hombres", que escribió el Conde de Lautréamont


     Así, como gusanos —o bacterias de naturaleza microscópica— consiguen un invulnerable estado de invisibilidad ante todo lo que podría amenazarles. Y la verdad es que no quiero seguir con estas reflexiones, puesto que ni soy filósofo ni ninguno de vosotros me considera como tal. Os deseo suerte a todos; que si no tenéis, podéis comprarla en un mercadillo.

jueves, 5 de marzo de 2015

Tantas veces yo


Yo soy mi sangre, que mancha las asépticas fosas —vacíos tan llenos de esperanza— del hospital. Soy la sangre envejecida que insufla muerte en los ávidos altares de los terroristas siniestrados en cada esfínter de esta puta ciudad.

Yo soy mi carne, tan sucia y moteada como el chucho amaestrado que babea por un atisbo del nómada mirar de un transeúnte sosegado —hoy especie en vías de extinción—. Soy la delicia del gusano y la libación eterna que llena los bajeles en busca de un festín que revele las arcadas de las sirenas, que tienen su silencio por condena, y llenan el mundo de un vacío abrumador.

Y soy —aunque quisiera no serlo— todos los hombres que fueron antes de mí, y que, a golpes de deidad, forjaron un infierno colectivo, lleno de desdenes y vergüenzas recurrentes, de vaivenes y miserias ondulantes que nos ahogan a tiempo parcial. Que es en realidad el tiempo total del tiempo del que disponemos.

Y, sobre todo, soy todos los electrones que centellean vivaces en la invisibilidad de un lenguaje que ningún códice podrá traducir jamás; soy el fracaso de los oráculos: el misterio neural.

Tras echar un rápido vistazo a todas mis naturalezas, y evaluando las condiciones en las que tantos «yo» forman mi «entre», una sola pregunta deshaucia cada reflexión, cada volición, cada incertidumbre y cada creencia:

¿Cómo cojones quiere mi loquero que resuelva mis putos problemas mentales?

sábado, 12 de octubre de 2013

El principio


          En épocas pasadas, al arte de escribir se le atribuía ese halo romántico, y a la vez desgarrador, que era capaz de convertir el papel en tez nívea; la pluma en daga de sacrificio; la tinta en una mezcla homogénea de sangre y lágrimas que, al derramarse sobre el papel, llenaba la mente del lector de ensoñaciones, que aún siendo intrusas, conseguían fusionarse y cambiar completamente la composición de sus paraísos/infiernos personales. Este concepto, en los tiempos que corren, es solo un vestigio protegido por unos pocos héroes que decidieron apartarse del camino —sobradamente conocido— que empieza en el talento y acaba en la capilla de La Triada del Nuevo milenio: dinero, fama y poder.

        Dejando atrás Der Zeitgeist o, más bien, la teogonía de nuestro tiempo, ¿qué lleva a alguien a escribir? Ya no se utiliza la pluma y el papel sirve de retrete caliente en el que las impresoras vomitan las mismas ideas, una y otra vez. Los sentimientos son seres moribundos a los que una legión de proxenetas golpean para obtener más rédito de su denigrante prostitución televisada. ¿Para qué debe uno escribir? ¿Quizás por su alma? ¿Por su salvación?.

        No hay más pluma que tus dedos, que tu voz,  que una máquina de reconocimiento facial. Una hoja puede ser de pergamino, de papel, de silicio o de germanio; puede ser un conjunto de células de tu maltrecho cuerpo. ¿Qué más da si la tinta es orgánica o de una sinteticidad obscena ? ¿Si los impulsos eléctricos se transmiten por los circuitos de un ordenador o cambian los potenciales de las divinas neuronas? Para unos pocos, escribir sigue siendo desollar el alma y ofrecer las entrañas para salvar al hombre —al hombre que es, al hombre que fui, a los hombres que seré, a los hombres que he sido...— ionizar la rabia y romper cadenas adamantinas construidas por esos falsos mitos que nos hicieron adorar; derrarmarse ante los ojos de uno mismo, con la fuerza de una catarata que destruye la pétrea realidad con la impaciencia del que es enemigo del tiempo — y  beber posteriormente de esas aguas tranquilamente neuróticas que en el rumor de su fluir llevan salmos a la inmortalidad.  Sin literatura solo hay Limbo: un mundo lleno de entes desumbilicados que vagan exánimes en la uniformidad de unas tinieblas en las que nadie ha de dibujar una estrella.